TULIO HALPERÍN DONGHI, el prestigioso historiador argentino habla sobre el país, Kirchner y la universidad pública. Imperdible.
“La Argentina se está organizando en líneas muy tradicionales”
“El presidente no está demasiado lejos de Roca”
El prestigioso historiador Tulio Halperin Donghi es profesor en Berkeley y autor de numerosas e importantes obras. Desde 1966, cuando tuvo que dejar la Universidad de Buenos Aires y el país, se convirtió en un atento y privilegiado observador del acontecer cultural y político argentino con la perspectiva que da la distancia. Aquí responde a nuestras preguntas.
- ¿Cuál es su percepción sobre la calidad académica de la UBA hoy?
- En realidad no estoy muy calificado para contestar. De lo que ocurre en la UBA sólo conozco, y de lejos, lo que pasa en un par de facultades: Filosofía y Sociales. Mi impresión es que la crisis general de la universidad repercute en ambas de manera diferente. En Filo, donde en algunas carreras había habido un esfuerzo sistemático y bastante exitoso para mejorar el nivel académico, se dio una suerte de reacción violenta, que ahonda la crisis. En cambio, en Sociales cada uno parece ocuparse de sus asuntos. Nadie ignora que los niveles de sus carreras son muy diferentes; algunas respetadas, otras menos. Lo que hoy se advierte en la UBA, visto periféricamente, es lo que hubo siempre: un enorme desnivel en cuanto a calidades; por un lado, cosas excelentes y, por el otro, no hay que sorprenderse de nada, porque todo es posible.
- El número exorbitante de estudiantes, docentes y no docentes, ¿es un tema clave de su ingobernabilidad?
- Desde luego. Una universidad que cuenta a sus estudiantes por centenares de miles, obviamente sólo puede funcionar mal; incluso no sé si puede funcionar. Sólo por la cantidad de ciudadanos que la conforman, los cambios en la práctica política nacional repercuten profundamente en la universidad. Es precisamente por sus dimensiones que controla una parte significativa de los recursos fiscales, y ello hace que su vida interna se parezca bastante a las pautas generales que rigen la política argentina desde el retorno de la democracia. Esas dimensiones la hacen particularmente vulnerable a lo menos admirable de nuestra vida política. En el pasado, durante la administración Shuberoff, cuando la UCR perdía provincia tras provincia, un comentario de humor de patíbulo decía que la UBA se estaba transformando en la provincia radical más grande. Algo menos absurdo de lo que parece a primera vista. En este momento sigue siendo muy grande y constituye un campo de batalla importante por sus dimensiones, y también por el botín que se puede obtener.
- ¿Esto explicaría la imposibilidad de elegir al rector, o habría que apuntar más a la decadencia de la calidad institucional, o a un juego político donde hay intereses también del gobierno?
- Uno de los problemas actuales es que no se sabe dónde está el gobierno. No se podría decir que en este conflicto el gobierno esté gravitando: o porque desconoce el desenlace que le resultaría más atractivo, o porque tiene cosas más serias de qué ocuparse. En las preferencias presidenciales esta cuestión no es importante y resulta paradójico: hoy la Argentina se está reorganizando sobre líneas muy tradicionales, y si bien nuestro presidente es muy diferente en su estilo al del general Roca, cuando se observa cómo funcionan los mecanismos de gobierno, se advierte que no están demasiado lejos. En realidad, que no haya en este momento una clara indicación del gobierno agrava la crisis de la universidad; no es su causa pero sí uno de los motivos de que la crisis amenace perpetuarse.
- En nuestro último editorial señalamos el fuerte contraste entre una marcada vitalidad cultural –centrándonos sobre todo en Buenos Aires– y la crisis institucional en la UBA. ¿Comparte esta visión?
- Estuve en la Feria del Libro antes de que me tocara participar en un acto porque es un laberinto y quería saber cómo llegar a la sala. No sé si la Feria del Libro, por ejemplo, refleja una particular vitalidad cultural. Creo que en Buenos Aires sí la hay, pero me parece que también existen manifestaciones donde uno no sabe cuánto hay de creación real e importante y cuánto de empresarial. La Feria del Libro revela más bien la pujanza de nuestra industria editorial y de nuestro comercio del libro que otra cosa.
En cuanto a lo segundo, me parece evidente que la Argentina siempre ha tenido y sigue teniendo dificultades serias en adoptar una mentalidad institucional. Tiene instituciones pero, de alguna manera, son vistas como en la época colonial, es decir: cada institución es una fortaleza para que un grupo familiar, un grupo de clientes o un grupo que tiene otras afinidades —que no son las institucionales— se apodere de ella, la defienda ante los enemigos. Con lo cual, cuanto más crece el aparato institucional, menos mentalidad institucional existe. Una de las cosas que me llaman la atención en la Argentina, comparándola con el Uruguay, es la falta de “sentido del Estado”. Es un déficit que la Argentina siempre ha tenido y lo mantiene.
- ¿Ud. juzga a las instituciones argentinas como corporativas?
- “Corporativas” es demasiado cuando se habla de instituciones administrativas. A veces me da la impresión de que hablamos de corporaciones en el sentido norteamericano. La corporación difiere de los sectores representativos de un grupo social. Se trata de la vieja idea corporativa, primero católica y después introducida a su manera por el peronismo, lo que Perón llamaba “la sociedad organizada”. En cierto momento esas corporaciones se deterioraron enormemente por el debilitamiento de los sectores sociales a los que representaban, y pasaron a primer plano los “capitanes de la industria”, que eran corporaciones al estilo norteamericano, que actuaban en sociedad con el Estado utilizando privatizaciones periféricas y otros recursos, terciarización, como se dice ahora, etc., y se transformaron en protagonistas muy fuertes. Lo que de alguna manera nos acerca más a lo que eran las verdaderas corporaciones en el período colonial. Cuando uno ve cómo funcionaba la economía colonial, descubre detrás de la concepción épica que tenía el general Mitre que los contrabandistas eran la vanguardia de la lucha por la libertad mercantil. El contrabando y el comercio ilegal eran dos estrategias cultivadas por grupos rivales, no porque uno se ocupara de una cosa y otro de otra, sino según las oportunidades del momento. Esto dominó en la Argentina y mucho más, desde luego, en la época Menem, que fue una etapa de debilitamiento de los sectores sociales que habían sido tan fuertes en el período del crecimiento hacia adentro... y que de alguna manera ahora está resurgiendo, lo cual complica todavía más el panorama.
- ¿Cree Ud. que la UBA cumple su papel histórico de integración y ascenso social?
- No lo sé. Y no se trata sólo de un problema argentino. Vivimos en una economía que cambia todo el tiempo, y que cambia a niveles fundamentales y crea requisitos específicos en cuanto a las habilidades requeridas. (Esto lo digo siempre cuando alguien me pregunta acerca de qué carrera seguir. En este momento creo que lo más sensato es seguir la carrera que uno tiene ganas, porque saber qué va a exigir la economía dentro de 20 años es imprevisible). Por otro lado, en la Argentina de hoy la idea de ascenso social casi ha desaparecido. La universidad tiende a ser considerada, en el sentido más positivo, como una institución para defender lo ya alcanzado, como “mantenerse” en niveles de clase media. Objetivo que naturalmente no puede cumplir demasiado bien, porque no es seguro que las carreras para las que prepara la universidad aseguren un futuro de clase media. (En las familias que frecuento, cada vez que vengo, lo constato; antes el seguir una carrera profesional era un dato indiscutible: se discutía si se iba a ser abogado o médico, pero no si se iba a ser abogado, médico o pizzero. Ahora me entero que alguien abrió una carnicería en el Tigre y le está yendo bien). Me parece que esto revela la fluidez de la sociedad argentina de este momento, que hace que efectivamente no se puede saber si la universidad tiene un papel que cumplir como el del pasado; y menos aún si lo cumple o no. Por otra parte, hay una diferencia profunda entre las facultades que están vinculadas a carreras en las cuales existe una salida profesional y facultades –cuyo caso más extremo es Filo– donde en el fondo la gente que está ahí trata de quedarse, porque el frío de la calle no la atrae, porque sabe que probablemente sale a nada. Y eso me parece que agrava enormemente las tensiones internas. Porque hay gente que ha decidido “acampar” en la facultad el mayor tiempo posible.
- Como los jóvenes que se quedan en la casa de los padres indefinidamente...
- Efectivamente, es una situación parecida.
- De lo que usted dice se deduce que la UBA no es una universidad abierta a los pobres, cuya gratuidad permite el ingreso, sino más bien el reducto de lo que antes fue una clase media ascendente que hoy se protege.
- En buena medida sí, pero hay un proceso de lumpenización que uno advierte con sólo entrar en Puán… Si la facultad está degradada el marco lo está aún más. Uno de los problemas –en el pasado, casi una tragedia– es si se llama o no a la policía. La Policía está a dos cuadras y la idea de llamarla resulta problemática no sólo por razones de principio sino porque, no sé si con justicia o no, se le atribuyen vinculaciones con el tráfico de drogas que tiene su lugar en el patio de Puán, como todo el mundo sabe. Se entra en la facultad y, apenas se pasa al patio, el olor a marihuana es inconfundible. La marihuana, con toda razón, no es considerada un problema muy grave, pero detrás de ese hay otro. De tal manera, es una universidad integrada en una sociedad muy dañada. Es uno de los aspectos del problema que se plantea.
- Si usted tuviera que definir cuáles son los fines de la universidad, ¿como lo haría?
- La universidad tiene un fin de transmisión de contenidos culturales y, de alguna manera, establece el vínculo entre generaciones en el ámbito de la cultura. Asimismo, tiene su propia función de enriquecer el acervo cultural con la investigación, y la famosa aspiración de una universidad abierta al pueblo, en el sentido de contribuir a ofrecer caminos ante los problemas actuales. Todo lo que Ortega llamaba las misiones de la universidad. Ahora bien, ¿hasta qué punto la universidad puede contribuir a eso? Debo decir que si bien la universidad argentina está en crisis, todas las universidades están en crisis. En los Estados Unidos se han transformado en apéndices, en cuanto a la investigación, del sector privado. Mediante subsidios y contribuciones, este sector consigue que la universidad realice tareas que le son útiles a un costo menor que si las enfrentara directamente. En la universidad de California es algo viejo pero restringido a un sector muy pequeño. La universidad tenía una orientación hacia la agronomía, que no era la más importante, pero sí la que efectivamente creaba un vínculo con el poderoso agro-business del valle central de California, y obtuvo bastante dinero y recursos. Más conveniente que para la universidad lo fue para el agro-business porque hubiera tenido que montar esos laboratorios con su dinero. Lo mismo ocurrió en Stanford con el Silicon Valley. Pero ahí la situación se complicó: cuando los profesores de la universidad descubrieron que podían hacer más dinero en otro lado, se fueron. Se transformaron ellos mismos en corporaciones, en el sentido norteamericano. Stanford se convirtió en la incubadora de Silicon Valley y llegado el momento descubrió que no había sacado demasiado provecho. ¿Qué consecuencias tiene esto? Que hay departamentos en que prácticamente los profesores no enseñan porque su tarea es ganar dinero para la universidad. Hay departamentos, como Historia, donde no tenemos más remedio que enseñar. Se advierte que en esta etapa del capitalismo que vivimos, la universidad, formada básicamente en el siglo XIX, no puede sobrevivir sobre esas pautas. El mismo problema existe por ejemplo en Alemania: la masificación de la universidad causó una baja muy fuerte del nivel, y están tratando de crear lo que se llaman universidades de excelencia. Ya habían empezado los socialdemócratas –que curiosamente se adaptan más rápidamente al capitalismo tardío que los demócrata-cristianos–, buscando concentrar los estudios más avanzados, mayor participación en el progreso tecnológico, con fuerte infusión de fondos no provenientes del Estado. En la Argentina nos hemos mantenido tanto tiempo descolgados del mundo que todavía no nos damos cuenta de los problemas que nos esperan, sumados a los problemas que ya tenemos y no sabemos cuándo se resolverán.
- En este marco, ¿cuál debiera ser el lugar y la significación de la universidad pública en la Argentina?
- La universidad pública se ha transformado en su peor enemiga. Es decir: todavía ahora, en este momento, el grupo que conozco más de cerca, que es el que trató de mejorar el nivel del trabajo en Historia (y en el fondo ese es el pecado que jamás se le va a perdonar) sigue diciendo que en la UBA están los mejores estudiantes, que son una minoría en el conjunto. Muchos no saben por qué están ahí, pero son los mejores, y además ofrecen lo que podríamos llamar una “masa crítica”. Cosa que en las buenas universidades privadas todavía no ocurre. Uno encuentra allí muy buenos estudiantes que hacen lo que en Cambridge o en Oxford llaman tutorials, cursos que podrían reorganizarse como reuniones individuales profesor-alumno. De tal manera, que sólo por eso la universidad pública tiene un papel. Y es lamentable que lo cumplamos bastante mal. Reitero que yo, de alguna manera, la veo desde su peor ángulo. Las facultades que podríamos llamar profesionales funcionan en buena medida como siempre, es decir: Medicina está vinculada a sanatorios, Farmacia a laboratorios, Arquitectura a grandes estudios e iniciativas del Estado… Bajo el signo de la Reforma siempre han funcionado así: de manera un poco rutinaria y con la seguridad de que el nivel no descenderá; los estudios, los laboratorios, quieren tener gente competente. No será muy creativo, pero sigue su rutina.
Y tenemos las otras, como el caso de Filo, de las que en el fondo no se sabe cuál es su salida profesional y, por lo tanto, la disgregación institucional se torna particularmente grave. En los países que están liquidando su organización industrial se crean cursos de capacitación para que quienes han sido obreros del automóvil se transformen en trabajadores en computación. La idea no es que se transformen en trabajadores de computación que puedan encontrar empleo, la idea es tenerlos tranquilos dedicándose a eso. En el caso de Filo no están demasiado tranquilos, pero por lo menos los líos los hacen dentro de la facultad, y no en la calle. Creo que no se va mucho más allá de eso. No es una visión muy optimista, pero no creo que la culpa sea mía.- ¿Cómo ve al gobierno y a la sociedad argentina desde el exterior, siendo un observador privilegiado? En general usted tiende a ver al gobierno de Kirchner de manera más benévola que otros, ¿verdad?
- No es difícil verla de manera más benévola, digamos, que el diario La Nación. Pero diría que aquí hay varios factores. Por un lado, un problema de ecuación personal. Definitivamente nuestro presidente tiene problemas psicológicos serios que, desgraciadamente, inciden en su gestión. El otro problema se origina en el hecho de que la Argentina actual, de alguna manera, parece repetir su historia: todos sus sistemas políticos fueron clientelares. En la época del general Roca, el gran instrumento eran los créditos de los bancos de Estado a quienes participaban en la vida política. Este era entonces un sector muy minoritario; luego se fue extendiendo y en el momento de desplazamiento final, del ‘surgimiento’ de las masas marginales, aquel recurso se transformó en la gran máquina política argentina.
Con la recuperación económica –aún limitada– ocurre una cosa muy curiosa. Esa presencia de las masas marginales no tiene las consecuencias que había esperado Marx: no es ejército de reserva de nada, a lo que se suma, por otra parte, el peso del movimiento sindical. Este ha sido siempre bastante corrupto, y lo sigue siendo; pero en una situación de puja definitiva vuelve a tener una función. En este momento los sindicalistas no se dedican exclusivamente a defender su máquina administrativa (lo han hecho con enorme eficacia a lo largo del tiempo) sino que también defienden a sus representados. Moyano saca cosas para los camioneros, y si no las sacara, le iría mal. Lo cual complica la situación. Básicamente, desde el punto de vista electoral, así funciona la Argentina, y así funcionó siempre. Eso además tiene una consecuencia: el sucedáneo de la administración estatal es el poder presidencial. Así funcionó y funciona la Argentina. Lo que tiene una serie de efectos; uno de ellos, traído por el triunfo de la democracia, es el acento en los problemas de corto plazo, con consecuencias que en la Argentina son serias, pero que en los Estados Unidos lo son todavía más. En este momento hay gente que teme –y no se puede decir que sea una idea totalmente loca– que haya un ataque a Irán simplemente porque puede favorecer al partido republicano en las próximas elecciones de congresales. No es culpa de Kirchner que atienda constantemente a las jornadas electorales, es parte de su oficio, debe hacerlo. Pero significa que debe lograr que la inflación no suba, detenerla de cualquier manera, aunque sepa que esas soluciones no son permanentes sino que, por el contrario, pueden después agravar la situación. Pero Kirchner debe asegurarse que hasta cierta fecha la inflación no pase de “tanto”.
Lo que más temo es que, bajo un signo totalmente diferente, estemos viviendo una experiencia paralela a la menemista. No porque, según dicen algunos, Kirchner es Menem disfrazado de otra cosa, sino porque la Argentina sigue siendo la Argentina. De la misma manera que todos vivimos la euforia menemista. Yo también la viví, desde afuera. Cada vez que visitaba Buenos Aires era evidente que estaba pasando algo que buena parte de la gente celebraba; y ahora me parece que sucede lo mismo. ¿Qué llegaría a pasar si eso que se está celebrando dejara de suceder? Todo el mundo lo puede imaginar perfectamente: sería otro de los desencantos argentinos. Y el presidente Kirchner podría terminar en programas cómicos como nuestro desdichado presidente De la Rúa.
- Como historiador, usted recalca la característica argentina de un clientelismo que siempre estuvo. ¿Cómo se explica que en países tan cercanos como Chile o Uruguay esto esté mucho más matizado? Incluso en Brasil, con todos sus grandes problemas, parecería que hay una preocupación que no se agota totalmente en el corto plazo, o que no toda la política es clientelismo...
- Creo que tampoco toda la política es clientelismo en la Argentina, pero donde no es clientelismo es todavía peor: la única circunscripción que no funciona sobre la base de clientelas, la Capital Federal, es un ejemplo de patología política, mucho más marcado que en algunas provincias. El espectáculo de la ‘liquidación’ de Ibarra ha sido penosísimo, de una falta de seriedad total de parte de los defensores, de los acusadores, de todos. Como se dice en los Estados Unidos para ganar tiempo cuando uno no sabe la respuesta, la suya “es una buena pregunta”. Recuerdo algo que me impresionó mucho leyendo a Hernández. Se preguntaba porqué en la Argentina de ese momento el panorama institucional no interesaba. Era porque la Argentina iba adelante. Buenos Aires crecía tan rápidamente... Hoy diríamos que se refería a un problema de corrupción.
- Es decir que la riqueza fue en desmedro de lo institucional.
- Claro. Y por otra parte, el país crecía tan rápido que las instituciones quedaban desbordadas. Y lo demás no importaba. Las instituciones tuvieron, desde siempre, un enorme margen de improvisación.
- En ese sentido, ¿favoreció a Chile su austeridad?
- Favoreció a Chile que durante buena parte del tiempo creciera muy lentamente. Algo muy curioso, que ya lo habían advertido San Martín o Rosas: la sociedad chilena era muy diferente. Porque, como decía San Martín, los de abajo respetan a los mejores, que vendrían a ser “los de arriba”. Era una sociedad mucho más estable. Y todavía lo es. Es uno de los rasgos notables, no particularmente simpáticos, de la sociedad chilena. En una oportunidad me invitaron a una casa de lo que llaman “momios”, amabilísimos, muy actualizados... y descubrí que todos allí se conocían desde la primaria. Eso en la Argentina no sucede; hay un elemento de improvisación. Ortega y Gasset –que trataba de expresar lo más cortésmente posible la experiencia que había tenido en la facultad de Filo– decía que en la Argentina cada uno elige ser quién es. El tacto sirve para lo que está ahí; no se puede percibir por el tacto lo que el otro imagina que es. Para Ortega en la Argentina todo funcionaba sobre la base de reconocerse recíprocamente que eran lo que no eran. Alguien decía: “yo soy el gran poeta Fulano”, y lo era. Y podía tener un elegante diálogo con el gran filósofo Zutano, tan filósofo como el otro poeta. Se trata de un rasgo que viene de muy lejos. En lo que llamó “Meditación del pueblo joven”, Ortega se preguntaba qué va a pasar cuando deje de ser joven. Y en buena medida es lo que nos está pasando. En ese sentido, me parece que ésa es la diferencia entre la Argentina y Brasil. Brasil es un país en muchos aspectos tan poco serio como la Argentina, pero tiene características de ser más serio, porque –como dice una historiadora brasileña– no se emancipó, sino que internalizó la metrópolis. Llegó el rey de Portugal con miles de altos funcionarios e instaló un Estado... Por debajo de eso pasaba toda clase de cosas, todavía ahora... Un sociólogo brasileño, desesperado por el asesinato de un primo en un estado norteño de donde él es oriundo, decía: “Tengo que ir a matar a alguien de la familia culpable”. Esto fue hace 15 años y era algo así como el retorno al clima de los poemas homéricos mientras al mismo tiempo tenían una disputa con dos empresas lecheras totalmente modernas. Pero el Brasil puede funcionar así porque es un país que, a diferencia de la Argentina, cada vez que tiene una crisis sale por arriba. En la Argentina, tenemos una crisis y lo mejor que podemos conseguir es volver al instante anterior a la crisis. Y creo que esto se debe a que, en el fondo, la Argentina no es un país joven. En muchos aspectos es viejo, y eso agrava la situación, porque como se decía en la época del neoliberalismo: primero hay que agrandar la torta antes de repartirla, y en la Argentina hace mucho tiempo que la torta no se agranda. Ahora está creciendo a gran velocidad, pero cuando se cae tan abajo, se crece también de una manera impresionante. Sería lo mismo que pasó entre 1932 y 1949. Quizás esta vez no sea así. Tal vez lo que ocurre hoy en la Argentina se relacione con un giro de la historia universal: el predominio que están ganando los que pueden contribuir con bienes primarios. Se trata de un predominio que ya no es coyuntural. En la primera mitad del siglo XIX el tema que planteaba Ricardo en economía era cómo los rentistas iban a triunfar sobre los productores, que eran en realidad “transformadores” de los productos primarios. Dado que la disponibilidad de productos primarios era limitada y la población crecía, la demanda también crecía, y al ser escasos, iban a estar más caros. Todo eso sufrió una desmentida total porque la economía, que era la economía de un rincón de Europa, se transformó en planetaria, y eso está terminando ahora. Lo que está ocurriendo con la transformación de China e India significa realmente la llegada a los límites del planeta. De manera que el ciclo que comienza ahora en la Argentina puede ser un ciclo más largo que el menemista, pero al mismo tiempo me parece que las condiciones actuales se mantendrán, y será muy difícil ir más allá de eso.
- Volvemos a ser un país agro-exportador.
- Así es. Hay una cosa que todos consideraban una barbaridad, que se dijo después de la Libertadora: que la Argentina no tenía ningún problema económico, que simplemente un país de sus dimensiones económicas debiera tener ocho millones de habitantes; lo cual tenía razón, pero, claro, no era una solución… Pero es cierto, ahora se está llegando a los 40 millones, y por próspera que sea la economía exportadora no puede mantenerlos, situación agravada además por el progreso tecnológico. Cuanto más crece el campo, más gente expulsa. Y el sector terciario les sirve como refugio.
Estuve en unas jornadas de historia en Salta; cuando el auto se detenía en un lugar descampado, aparecía un chico para abrir la puerta; estaba ofreciendo un servicio. Tal vez éste sea el sector terciario que nos toque. Es horrible, pero con la señora de Duhalde o con la señora de Kirchner, el gran Buenos Aires tiene una función.
Entrevista realizada por José María Poirier